lunes, 19 de octubre de 2009

Arte del Siglo XIX


En el siglo XIX el arte también fue el abandonarse en la contemplación, en ver la realidad que defendió Arthur Schopenhauer, pero la traducción pictórica de tal contemplación no fue uniforme como había sido en otros periodos históricos. Si en el siglo XII se puede hablar de arte románico, en el XIV de arte gótico o en el XVII de arte barroco, no existe un “estilo” propio del siglo XIX. El arte deja de ser un lenguaje común para convertirse en una especie de Torre de Babel desarrollada en el tiempo y en la que se van sucediendo vertiginosamente –no tanto, sin embargo, como en el siglo XX– los estratos estilísticos o “ismos”. Los cimientos de esta torre se levantan sobre algunos pocos maestros y, en cualquier caso, quizá excepto Rafael, cambiantes y discutidos por unos o por otros.



A medida que avanza el siglo XIX, los pintores se sirven cada vez menos del pasado para concebir su arte. Buscan angustiosamente un lenguaje propio del Neoclasicismo y el Romanticismo hasta el Impresionismo y el Simbolismo, pasando por el Realismo –en el siglo XIX se inicia la procesión de los ismos–, cada vez tiene menos difusión y aceptación. El público del arte se convierte entonces en una minoría generada en torno al “yo” creador. Es el público de elite y el arte de vanguardia o de pre-vanguardia.



El ser elite y el ser vanguardia hizo que el ciclo de los ismos fuese corto, cada vez más corto, como la evidencia, por ejemplo, el hecho de que en 1886 el crítico de arte Félix Fénéon ya hablase de Neoimpresionismo, cuando la primera exposición impresionista había abierto sus puertas apenas doce años antes, en 1874. Y el ser elite y ser vanguardia hizo también que los ismos no fuesen excluyentes entre sí en la práctica artística aunque sus principios se opusiesen, ni tampoco lo fuesen cuando pasaban a formar parte del arte oficial: “El realismo jugó un papel tan considerable en el arte francés del siglo XIX, que por un momento pudo creerse su maestro –escribía en 1892 el crítico Gustave Lamourret en la Revue des Deux Mondes–.




Sabemos ahora que se equivocaba, y, aunque su acción no esté aún agotada, se da cuenta de que ya ha perdido mucho terreno conquistado. Ha sucedido con él, en efecto, como con todas las escuelas exclusivistas que han pretendido reinar sobre el arte: en ningún momento de nuestro siglo, ninguna de ellas ha sido victoriosa del todo, ni vencida del todo. Más bien han existido en todas las épocas.

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